Friday, May 23, 2008

EL ACTOR ES EL AUTOR

EL ACTOR ES EL AUTOR
por Jorge Picó
–Valencia–
(enviado por Giancarlo)
Jacques Lecoq, el silencio y lo invisible.
La pedagogía en la escuela de Jacques Lecoq es un viaje de dos años que comienza en el silencio y termina con la máscara más pequeña del mundo, la nariz roja del clown. Un recorrido por el llanto y la risa, los dos grandes extremos del teatro, estructurado por el que ha sido el más grande pedagogo teatral de este siglo que nos deja. Despojados de la palabra al inicio de la escuela, el viaje termina frente al público, vestido de payaso, haciendo reír, que es una de las formas más sublimes de pedir que a uno le quieran. Para mí fue una escuela donde, dudas y dolorosos descubrimientos aparte, uno se lo pasaba en grande haciendo teatro. La enseñanza se convirtió en un feliz acontecimiento donde acabas redescubriendo la vida de otra forma. Sin abandonarlo nunca, el silencio permanece como un poso que genera y acoge la palabra dramática, es su raíz. Paralelamente, de la inmovilidad nace el movimiento. Silencio e inmovilidad, palabra y movimiento terminan cruzándose, enriqueciéndose mutuamente en el escenario. Sin confundir la palabra con el discurso, la inmovilidad con el estatismo, y el movimiento con la gesticulación y el agitarse; un teatro de movimiento es un teatro donde los actores, además de moverse, se mueven bien, con justeza. El reposo es el silencio del cuerpo, dijo Balzac. Me callo para luego poder hablar mejor, no enmudezco sino que me alejo un instante de las pasiones humanas, entro en un estado de calma que facilita la comprensión del mundo que me rodea, ofreciéndome ojos hacia lo invisible, y facilitando que resuenen en el interior las dinámicas, los volúmenes, el color, los ritmos exteriores. La calma, la neutralidad, es la página en blanco donde escribiremos nuestras emociones. Algo de esto tiene su trabajo con la máscara neutra. Con Lecoq el actor se hace actor-mimo y acompaña al pintor, al poeta, al arquitecto, en mimar el mundo que le rodea. A todos corresponde esa aproximación mimodinámica de las cosas. Yo, como actor, puedo poner en movimiento la emoción que sentí al descubrir la nieve en Suecia. Un músico lo haría con una melodía, un pintor trazaría en el papel. Y todos estamos sacando fuera un ritmo interno, dándole forma a una sensación. Por eso la escuela se inspiraba tanto del trabajo de los poetas, de los pintores, de la arquitectura. Lecoq indicaba que el libro más bello que hay sobre el mimo, El Tratado de la Pintura, no lo escribió un hombre de teatro, sino Leonardo da Vinci. Adentrarse en el silencio es alejarse del comentario, del discurso explicativo, para entrar en la acción y darle el espacio que le corresponde a la palabra. Allí aprendí que las grandes obras dramáticas empiezan y surgen del silencio. Lecoq decía que en el teatro actual se habla demasiado. Su escuela es un espacio para la creación, un lugar para repensar el teatro, acto cada vez menos frecuente en estos tiempos de furia y ruido, y más, una escuela de la mirada, y un cuestionarse ligado al misterio de la vida. ¿Cómo se mueve? ¿Cuál es el gesto justo que corresponde a la acción? ¿Por qué tenemos la sensación de que dura demasiado la escena? ¿Cuál es la voz que corresponde al cuerpo que presenta el actor? Eran algunas preguntas que nos hacíamos en su escuela. Más que enseñar, buscaba junto a sus alumnos, con ellos y a veces contra ellos. Al maestro le interesaban más los comportamientos en escena que las ideas, o un determinado mensaje. Un comportamiento siempre se traduce en una forma de moverse, de reaccionar; contrariamente, las ideas nacen sin un cuerpo determinado, ingrávidas, y muchas llevan fecha de caducidad. Los comportamientos humanos siempre están ahí, y al actor-mimo le corresponde encarnarlos. En una escuela donde convivían tantas nacionalidades, posturas, religiones y formas de ver el mundo, habríamos terminado matándonos si solamente hubiéramos trabajado desde las ideas. Es mejor hacerlo a partir de la emoción y de ahí pasar al movimiento, o al revés: moviéndome me emocioné. Ahora mismo no sé bien si fue mientras pulía el gesto en alguno de los ejercicios que enseñaba cuando llegó la emoción, o fue al contrario: de lo emocionado que estaba me puse a moverme. Poco a poco fui construyendo un sendero que recorría en los dos sentidos, pasando por la inmovilidad. En un teatro que privilegia el gesto, lo humano y lo universal se dan la mano; frente a la palabra del poeta que queda impresa o pasa de boca a boca con precisión, el gesto del actor se pierde con mayor facilidad y sólo se transmite de una forma artesanal. La enseñanza teatral, la buena, tiene más que ver con la artesanía que con los métodos o los sistemas. Nunca he comprendido cómo se puede enseñar un método de actuación que sirva “en general” para hacer teatro. Más bien probando, equivocándose, descubriendo, uno aprende según el tipo de teatro que trabaja. Viviendo la creación como un problema y un juego al mismo tiempo. Son los distintos territorios dramáticos, La Comedia del Arte, el Drama, el Melodrama, etc, los que te exigen una forma de trabajo determinada y por tanto una pedagogía que se interrogue sobre el universo particular de cada estilo. De la misma forma que el escultor se adecua a los materiales con los que trabaja, el teatro de Shakespeare exige un cuerpo distinto que el de Dürrenmatt , el de Bob Wilson o el de Sanchis Sinisterra. Encuentro muy interesante el tratar los diferentes estilos teatrales como una materia que va aportando las claves si se está a la escucha. De esta forma nos han llegado algunos movimientos de la Comedia del Arte (actitudes, formas de caminar), de actor en actor, trabajándose, modificándose, a modo de hallazgos, pequeños tesoros que pasan de mano en mano. Con Lecoq no aprendías teatro, lo descubrías. Al maestro le gustaba poner las cosas en movimiento, accionar y sobre todo reaccionar para mostrar lo invisible, para transformar un espacio en lugar de juego, agrandándolo hasta el infinito, atormentándolo para que cupieran las grandes pasiones humanas, habitándolo, atiborrándolo de vida. La mirada del maestro Lecoq era un maestro lo bastante razonable como para pedir lo imposible. “Juega el drama de unos espaguetis reblandeciéndose en el agua hirviendo, coge el estado de un hipopótamo, eres aceite y te desparramas por el suelo...” Estas propuestas y otras más “normales” trabajaba en sus clases de primer año. Cuando uno de mis compañeros, ahora ya afamado director de teatro sueco, le preguntó si podía iluminar de rojo la escena en la presentación de uno de sus trabajos, Lecoq le contestó que si quería que el público viera el color rojo en el escenario que lo diera con el cuerpo. Creo que en él convivían Descartes y Rabelais con la mayor naturalidad, pues le gustaba estructurar el delirio, acotar con fineza para encontrar libertades creadoras. Uno salta más alto si le ponen un listón enfrente que si lo hace en el vacío. Las preguntas y los obstáculos, si están bien situados, ayudan a encontrar el estilo personal de cada uno. Afortunadamente sabía ver más allá de lo que sus alumnos le proponían y tenía el don de hacerte ver con él. Creo que ésta es la gran cualidad de un maestro, te saca de los territorios a los que estás acostumbrado y amplía tu horizonte. Te ofrece los hombros del gigante para que subas a ellos y veas más lejos. Cuestiona si hace falta tu propia mundo y no te permite vagabundear en lo mediocre. Por eso supo ver en la Comedia del Arte la gran Comedia Humana, alejándola de esa idea de rombos, colorines, dibujos y carta postal veneciana que tenemos de ella. Así hacía con todo, nos apartaba de las ideas que teníamos de las cosas y nos pedía que fuéramos a las cosas mismas, que son siempre mucho más interesantes. Un árbol será para un jardinero su sustento y para una pareja, el lugar memorable donde sellar su amor, para otros, la sombra donde echar una siesta. Pero en el fondo “un árbol es un árbol y adentrándonos en él descubriremos el mundo”, decía. En los detalles se esconde la verdad, y recuerdo cuando me dijo que al trabajar una escena de billar, lo más interesante era ver que el billar es un juego muy político... siempre veía más allá. Si algo le disgustaba eran los alumnos que no defendían una opción de teatro personal, lo cual es ineludible en un teatro de creación. La vida como combate, con todo lo que tiene de noble, era algo que él apoyaba. Y en teatro es interesante intentar imponer las convicciones personales y los sueños al público. No basta con tener talento, hay que tener el coraje suficiente para seguirlo hasta donde te lleve. Las cosas que nos enseñaba, a menudo las recuerdo en silencio, moviéndome: un espíritu de juego que me lleva a inventarme mis propios ejercicios, a seguir descubriendo, a alejarme de las recetas, a elogiar el error como necesario en toda creación. Los ejercicios de teatro y el paisaje ¿Qué es lo que hay enfrente del alumno cuando está realizando un ejercicio? ¿Cuál es el espacio en el que se sitúa? ¿Adónde mira? Empujo, estiro, salto, camino, giro y enfrente está el mar, la montaña, el desierto, la ciudad... al moverse el alumno de teatro envía el movimiento hacia el exterior, hacia un futuro público, como si quisiera estrellarlo contra el paisaje o hacerlo resonar en el horizonte. Al contemplar al maestro moverse en sus últimos años vi cómo había recorrido un camino que iba del movimiento al goce, y de éste al conocimiento. Con el tiempo, el cuerpo del actor-mimo pierde elasticidad y potencia pero gana en sabiduría. Los movimientos se vuelven más económicos, más justos, las impresiones corporales son mayores. Lecoq trabajaba con la idea aristotélica de que mimar el mundo es una forma de conocimiento. Mimar es “hacer cuerpo” con las cosas que nos rodean, darle nuestro fuego al fuego, jugando a ser otro con la conciencia y la distancia de que realmente no se es otro, tal y como juegan los niños preparándose para la tarea de vivir, “irrealizándose en el personaje” que diría Sartre, creando una ilusión. Creo que su pedagogía culmina y se consolida en los últimos años y la vierte con claridad en su libro Le corps poetique, que es el fruto de más de cuarenta años de búsqueda compartida con sus alumnos. Un legado de reflexiones, descubrimientos y provocaciones, un libro que tiene la extraordinaria cualidad de que al leerlo parece que le estés escuchando. Cómo terminar con la Expresión Corporal. Frente a Meyerhold y su descomposición de movimientos, la geometrización del desplazamiento escénico, su concepción mecanicista del cuerpo humano, tratándolo de máquina o de instrumento sumiso a órdenes provenientes del exterior, Lecoq nunca habló del cuerpo como una herramienta; el cuerpo era ya poético en sí mismo. No entrenaba atletas, algo que sí hizo a principios de su carrera como educador deportivo, ni se preocupaba por conseguir determinadas fisonomías. Formaba actores. A menudo cuerpos muy trabajados, elásticos y con gran potencia son incapaces de expresar nada sobre un escenario. Y actores torpes en ejercicios se mueven con justeza una vez metidos en situación y cuando juegan a hacer teatro. Afirmaba que un perfeccionamiento técnico, si se vivía realmente conllevaba un perfeccionamiento de la personalidad del alumno. En definitiva, le interesaba más la impresión corporal que la expresión corporal. Trabajaba la improvisación, que sirve para sacar al exterior lo que los alumnos llevan dentro, y el análisis de movimiento que es recorrer el camino contrario, del exterior al interior. Nos incitaba a reinventar una gestualidad para la escena, sabedor de que el gesto cotidiano del hombre moderno se queda pobre, y es insuficiente para alimentar el teatro. “Bailas como mi hermana” decía a sus alumnos incitándoles a que reinventaran un nuevo baile, nunca visto, desde su personaje. Lecoq reventó el mimo tal y como se le conocía hasa entonces, lo sacó de su fosilización, renovó su vocabulario y se reía cada vez que alguien le hablaba del “mimo puro”. Como si la pureza fuera un valor en el arte, fruto siempre de las influencias, del mestizaje, del contagio, más en nuestra época donde las fronteras artísticas tienden a borrarse. Ligado a cada cultura por la escuela, gran viajante, le gustaba el sentido de los grandes espacios que poseen los australianos, el misterio de la noche que aportaban los nórdicos, el sentido plástico de los suizos, la conciencia corporal de los japoneses, la osadía de los españoles y sobre todo disfrutaba viendo a la gente moverse. “Puedo olvidar el nombre de alguien, pero nunca cómo se mueve si lo he tenido en clase”, me dijo una vez. Una ética de trabajo Ver y reconocer la realidad, ir más lejos que la realidad misma para darle forma, implica un conocimiento de la leyes del movimiento, pero sobre todo -y aquí radica la gran fuerza de su escuela- supone desarrollar un imaginario teatral propio, rico e interesante para el público. Un teatro donde el actor fuese capaz de crear imágenes con su cuerpo y voz. Una creación prolija en actitudes corporales fuertes, preocupada por los tiempos de reacción, interesada en el trabajo de coro, de máscaras, siempre a la búsqueda de una escritura personal. Lecoq, gran esteta, supo inculcar en sus alumnos una ética de trabajo que pasa por el reconocimiento del teatro como acto colectivo. Y por situar al público en el lugar que se merece, ofreciéndole calidad. No hay buen teatro sin la idea de grupo detrás, y a esto te enfrentabas en su escuela. Al estar obligados a crear juntos cada uno debía encontrar su voz y su sitio en los trabajos, imponiéndose y cediendo al mismo tiempo. No enseñaba a sus alumnos a ser de su tiempo, no les imponía los temas o de qué tenían que hablar. Apuntaba caminos y direcciones que luego renunciaba a seguir. Los hallazgos teatrales que se producían en su escuela los dejaba a sus alumnos para profundizar en un trabajo posterior. Algunas de las búsquedas efectuadas en su escuela desembocaban en posteriores espectáculos. Se oponía a los pedagogos que utilizan a sus alumnos para su búsqueda personal, como hizo Grotowsky en sus últimos tiempos. Consideraba que sus alumnos tenían más talento que él en la creación y por eso les dejaba la tarea de inventar, interpretar, escribir, dirigir. Separó perfectamente lo que es una escuela de teatro, el lugar donde llevaba a cabo su vocación, y la práctica escénica. Una escuela de teatro debe dar cabida a muchos teatros posibles, preferentemente a aquellos que todavía están por llegar, sobre todo si es una escuela de creación. Ayudaba a los alumnos a descubrir los motores de juego que permiten la escritura dramática. A cada uno correspondía la elección de temas y el imprimir un sello personal en el trabajo. Hombre de enorme personalidad tuvo el valor de vivir como le gustaba en sus últimos años. Se fue alejando poco a poco de los grandes festivales y eventos, rechazó acudir al Festival de Avignon que le invitaba en calidad de “mimo” y especialista en el “teatro del silencio”, (en Francia es todavía mal conocida su pedagogía y así se tiende a etiquetarlo), y sí accedió a venir a la Mostra de Mim de Sueca por el placer de seguir descubriendo nuevos encuentros, y por la talla más humana que ofrece el festival. Cuando terminó nuestro año reunió a todos sus alumnos -por allí estaban mis compañeros María del Mar Navarro, Ángel Bonora, Sergi López, Helena Plà, Gràcia del Ruste- para decirnos: “A partir de ahora en vuestros trabajos teatrales, si son buenos hablad de la escuela y si son malos... hablad de la escuela”. Tenía el don de hacer el comentario justo para cada situación. Me impresionó mucho una observación suya cuando le hablé admirado de lo bien que se movía un compañero, y de la enorme presencia escénica que poseía. Jacques Lecoq me contestó en tono de impotencia: “Sí... lástima que quiera tener éxito”.

Thursday, May 15, 2008

Reducacion

Reducación
es la Comisión Educación
creada en el II Congreso
de la Red Costarricense de Artes Escénicas
2008